Miedos compartidos

Para Chew y para mí la vida es algo muy esforzado. Si el día a día ya es una yincana en sí, despertar una mañana percibiendo que el terrorífico mundo que conocemos, aún es más letal que ayer, nos deja congeladas las ganas de mover siquiera una pestaña o tratar de respirar. Eso no significa que dejemos de cumplir con nuestras rutinas cual autómatas, no vaya a ser que el vecindario eche en falta a esas figuras espectrales que, a hurtadillas, recorren las calles dos veces a somnolientas horas y se les ocurra la locura de venir hasta nuestra fortificación a tocar al timbre.

En pleno Estado de Alarma y recién estrenada cuarentena, mi amigo y yo experimentamos gran sorpresa:

¿No vamos a cruzarnos con humanos?

¡Wow!

Parecía una gran noticia. Acto seguido, brotó el miedo.

Se viene flashback

Yo llevaba en confinamiento desde hacía décadas.

(SE DICE PRONTO)

Superada de tanto pasar de la invisibilidad a la hostilidad. Cualquier respuesta por mi parte no provocaba mejora alguna, más bien al contrario, así que ¿para qué responder más? Reduje y amurallé mente, corazón y residencia al máximo.

Hubo una época en mi vida en la que la fuerza, la alegría, el convencimiento de que podría realizar cualquier cosa que me propusiera, simplemente, pasó. Se instaló otra época en la que se me dejó meridianamente claro que no sólo no era bien recibida, si no que más me valía no destacar, qué demonios destacar, que no se notase mi presencia. Fue una buena estrategia ya utilizada en momentos de mi infancia, en casa, en el colegio, en las calles de vuelta a casa, sola; lo que no podía asumir es que tuviese que ser una forma de vida. Te lo enseñan de muchas maneras.

Saludar y evidenciar que te ven pero no piensan contestarte.

Saludar de nuevo (¿no aprendiste?) -por si las otras veces es que estabas loca (al fin y al cabo llevan décadas llamándotelo)-, y recibir información hostil que no pediste.

Decirte todas las cosas desagradables que se les ocurran que rozan el insulto sin serlo, sólo por atreverte a cruzar la mirada con la esperanza de abrir un canal de comunicación.

Prohibirte que hagas cosas normales en cualquier otra parte del mundo.

Que nadie te apoye, te ayude, te diga que lo que estás viviendo está mal, que no te lo inventas, que todo pasará, no mejora las circunstancias.

Hasta que un día, 20 años después, te proponen salir a comprar el pan en un tiempo y una época diferentes (supuestamente) y prefieres no hacerlo, o te falta un alimento imprescindible para tu comida y acabas comiendo cualquier cosa para no cruzar el umbral de tu puerta. O tus amistades te dicen que van a quedar y resulta que tú no puedes por una tontería que en realidad es que NO PUEDES. (Punto).

No puedes soportar cruzarte con los seres humanos porque más tarde o más temprano invadirán tu espacio personal sin tú pedirlo, te preguntarán algo que te obligará a mentir porque has aprendido que tu verdad trae consecuencias, escucharás algo que te horrorizará porque el ser humano es más despiadado cada día que pasa o simplemente te dirán cómo tienes que hacer eso que estás haciendo, aunque ese algo sea tan sencillo y rutinario como pasear con tu asustado perro. A veces sólo bastará con una mirada que condensará todo lo que la sociedad entera te ha dicho desde que naciste y creíste que podías ser libre.

Y la cosa no se queda ahí, lo que sucede es que ni siquiera soportas escuchar el timbre de la puerta, ni el del teléfono y acaba haciéndose extensivo a cualquier sonido que te informe de que tienes que relacionarte, aunque sea con el frigorífico o el lavavajillas.

Por eso, a mi amigo y a mí, casi no nos da tiempo experimentar nada, cuando nos golpea el miedo. Miedo a lo de siempre, miedo a lo que sabemos que puede pasar, miedo a lo que creemos que pasará, miedo a lo que inventamos que pasará, miedo a lo que ni siquiera imaginamos.

Nos recuerdo a Chew y a mí, la primera noche de confinamiento nacional, envueltos en total oscuridad. Él sentado, yo, mirando el cielo abarrotado de estrellas; él, intentando escuchar eso que ayer le daba miedo; yo, deseando que esto no acabase nunca. Movía su cabeza, tal vez preguntándose si era él quien tenía un problema y no podía escuchar al ruidoso mundo humano que normalmente le estremecía. Yo pensaba que algo así sería la sordera, claro, pero, a la vez, podía disfrutar de manera más inmediata, porque puedo leer noticias en las redes sociales y sabía que iba para largo esa alucinante sensación de estar solos en el mundo. Él tardó unos días en adaptarse a eso que le dejaba sordo por insonoridad.

Era como si nos dijésemos a nosotras mismos que aquello no era real, ¡Cómo vamos a poder estar en paz! ¿Cómo vamos a poder vivir sin miedo? ¿Eso cómo será? ¿Me permito la alegría? ¿El alivio? ¿Me permito disfrutar del silencio natural? Si hasta las aves de la noche estaban sorprendidas. Ni un grillo cantaba por si acaso hubiera que estar preparados: ¿qué estarán tramando los humanos que no se les oye?

Ese choque entre alivio y cierta culpa por sentirme privilegiada en medio de una pandemia duró poco. Porque lo nuevo también despierta miedos. Yo fui a peor, sí, lo del carpe diem sólo vale para camisetas o memes.

Para los perros es más natural. Chew en unos días empezó a disfrutar de verdad. Salía pletórico, se inventó recorridos nuevos en los paseos de siempre, se detenía sin prisa a revisar cada brizna de hierba mientras el mundo natural a nuestro alrededor respondía de igual manera. Se acercó La Naturaleza a ver qué nos ocurría que ya no estábamos para ensuciar, molestar, destrozar y matar. Vimos aves rapaces, vimos pequeños y grandes animales, escuchamos sonidos nuevos. Fue lo más hermoso que hemos podido experimentar. Algo muy cercano a saber cómo vivirían en la Tierra nuestras especies hermanas si la humana desapareciese o de repente, comprendiese cómo tiene que comportarse.

Pero la especie humana jamás aceptará que es una impresentable, sabe perfectamente cómo tiene que comportarse, pero no quiere hacerlo, así que, con la misma rapidez que yo supe que esto iba para largo, también me di cuenta de que, si podíamos hacerlo mal, lo haríamos.

Y lo hicimos.

Por eso la sorpresa dio paso al miedo, que enseguida fue aplastado por el pánico.

Quienes tenían que cuidarnos, nos asustaron; quienes tenían que ser responsables, fueron egoístas; quienes deseábamos que, de una vez por todas, aprendiésemos a convivir, fuimos señaladas. Quienes pensamos que, por una vez, podríamos salir al mundo, tuvimos que escondernos aún más.

Le tenemos miedo al miedo. No queremos reconocerlo, lo escondemos, lo disfrazamos, le ignoramos, le combatimos a veces con agresividad, otras veces huyendo sin mirar hacia dónde vamos. Cuando se apodera el pánico de nosotras, no hay tiempo para pensar. No te detienes, sólo atacas o huyes, errar en la opción es altamente probable.

Indefensión. Ese taparnos los ojos porque si no vemos lo que nos sucede, eso que nos ocurre, tampoco nos verá y pasará de largo. Nunca lo hace.

Cuando la opción elegida te sumerge en un submundo mínimo, no estás a salvo de nada, sólo que lo que te da tanto miedo es ya conocido y lo dejas estar. Esa negra sombra que te desdibuja. Haces que vives, finges que eres, disimulas cuando estás. En lo más recóndito, sólo deseas que la pompa haga ¡plof! aunque en ese último y preciso instante, lo que sentirás será Miedo. Por última vez.

Dime, dime, no te cortes, pero no me rayes ;)